Comentario
La que habría de ser la ciudad más importante de la historia mesopotámica desde el punto de vista cultural, Babilonia, no tiene entidad propia hasta un momento muy reciente. En efecto, su I dinastía es fundada a comienzos del siglo XIX por los amorreos que se habían establecido coincidiendo con el final de la III dinastía de Ur. Precisamente los dos primeros monarcas de Babilonia llevan nombre amorita; sin embargo, los tres siguientes tienen onomástica acadia y, finalmente, hay otros seis de nombre amorita. El primero de esta última tanda es Hammurabi (1792-1750), que consigue convertir un modesto reino de unos cincuenta kilómetros de radio, en un amplio imperio que incluía no pocos territorios extramesopotámicos. No cabe duda de que el predominio amorita es total en las principales cortes de la época. Durante el período inicial, la nueva dinastía está sometida a una situación secundaria en el teatro político de Mesopotamia, dominado por la rivalidad entre Isín y Larsa en el sur y por Asiria en el norte.
Sin embargo, el ascenso al trono de Hammurabi se produce en circunstancias óptimas, pues Asiria se encuentre en declive desde la muerte de Shamshiadad, lo que le permite intervenir decisivamente en la política de sus vecinos septentrionales. Tan sólo el rey de Larsa, Rim-Sin, posee una capacidad bélica reconocida. Seguramente por eso, desde su ascenso al trono, Hammurabi se presenta como un fortísimo competidor del aguerrido Rim-Sin, al que paulatinamente va arrebatando sus dominios. Las conquistas de Hammurabi no son fulminantes, más bien obró implacablemente pero con gran cautela para no arriesgar sus posiciones. La toma de Larsa no se produce hasta casi treinta años después de su ascenso al trono. Después cae Eshnunna, que había jugado un importante papel diplomático y militar como estado independiente desde su emancipación del lejano reino de Yamhad y en 1759 destruye Mari, tan sólo nueve años antes de su muerte. Tal vez el carácter reciente de las anexiones y la incapacidad de control efectivo sobre los nuevos dominios sean las causas que provoquen la oleada de insurrecciones que habrán de padecer sus sucesores.
El imperio de Hammurabi, al igual que los restantes reinos de la época, divide sus territorios en provincias, pero frente a la acción administrativa de la III dinastía de Ur, el imperio de Hammurabi no designa gobernadores para las ciudades; éstas pierden su función política y se reducen, desde la óptica institucional, a meros centros administrativos regidos por alcaldes y una asamblea de ancianos. Y con la pérdida del sentido político de las ciudades, los viejos conceptos de Súmer y Acad dejan de tener esencia en sí mismos, para quedar englobados bajo un término más amplio y aglutinador, como es el de Babilonia, que se opone al otro territorio unificado en el norte y que corresponde a Asiria.
Toda la acción judicial del imperio babilonio depende del poder central, todos los jueces son de designación real y sólo al rey deben obediencia, frente a la justicia dependiente de los templos que había sido la tónica precedente. Por otra parte, la actividad económica puede estar algo más diversificada que en épocas anteriores si atendemos a la creciente cantidad de documentos de carácter privado, pero la corona sigue siendo el principal agente económico. Las donaciones a los templos ponen de manifiesto, quizá, su pérdida de bienes raíces, pero Hammurabi pretende convertirlos en verdaderos centros financieros, que es la dinámica que van adquiriendo desde entonces. Los enormes gastos infraestructurales y el mantenimiento de una enorme maquinaria militar requieren un soporte financiero que sólo una economía saneada en los templos puede aportar. Los más favorecidos dentro del sistema parecen los comerciantes (tamkaru), agrupados en corporaciones frecuentemente de carácter familiar, trabajan por lo general por cuenta propia, lo que les permite afrontar préstamos a un interés escandaloso que repercute en perjuicio de quienes los solicitan, que terminan perdiendo las tierras con que avalaban los créditos. Los beneficios de los comerciantes sólo se veían limitados por las cargas impositivas a las que los sometía la corona.
Pero la situación económica no es demasiado favorable si tenemos en cuenta el deterioro que las contiendas permanentes ejercen sobre las infraestructuras y el abandono de los cultivos como consecuencia de las levas forzosas de campesinos. La dedicación del monarca a la restauración de las obras de infraestructura y los repartos de tierras a los veteranos, no impidieron el agotamiento de los campos que es el fundamento de una profunda crisis agraria que se expresa con contundencia a finales del período paleobabilónico, aunque en determinadas regiones, como el valle del Diyala, se había manifestado con anterioridad provocando el colapso de un reino como Eshnunna, agotado en inútiles e interminables querellas externas en las que pretendía encontrar solución a los problemas que tenía en casa.
Pero al margen de todo esto, la obra más afamada del reinado de Hammurabi es su código legal, aparecido en Susa adonde fue llevado como botín de guerra probablemente en el siglo XII durante el declive de la dinastía casita. No era la primera vez que se intentaba implantar una norma jurídica común para todos los habitantes del estado multinacional; con anterioridad, Entemena, Urukagina, Urnammu y Lipitishtar, todos ellos de origen sumerio, habían dictado normas o leyes que más o menos fragmentariamente han llegado a nuestro conocimiento. Sin embargo, el Código de Hammurabi es el texto legal más extenso de todos ellos y nos permite restaurar con cierta precisión el mundo babilonio de aquel momento.
El Código está avalado por el propio dios Shamash, que aparece en escena recibiendo a Hammurabi, en la parte superior de la estela en la que nos ha llegado. En contraposición con las legislaciones precedentes, en las que las sanciones tratan de reparar económicamente el perjuicio ocasionado, el Código de Hammurabi se basa en la llamada Ley del Talión, es decir, un castigo idéntico al daño. Subyacen aquí dos concepciones diferentes del derecho: una indemnizadora, la otra supuestamente preventiva, con lo que cada una conlleva de carga ideológica. La finalidad conservadora del orden establecido en esta segunda modalidad se pone especialmente de manifiesto en el hecho de que las penas son diferentes en función del estatuto jurídico del agraviado y del reo. Por otra parte, el estudio del Código permite observar cómo la sociedad está dividida en tres grupos diferentes: "awilum", que corresponde al hombre libre, "mushkenum", el sometido a algún tipo de dependencia, y el esclavo, "wardum". Como los esclavos no constituyen la principal fuerza de trabajo, ni la posición privilegiada del awilum está fundamentada en la existencia de esclavos, no podemos considerar el mundo babilonio como una sociedad esclavista.
El awilum es representante de la clase de los propietarios -independientemente de su capacidad económica- mientras que el mushkenum debe ser considerado como el asalariado por cuenta del Estado, que no goza de los privilegios de la clase propietaria y que por tanto se encuentra en una posición servil o semi-libre. De aquí se desprende también que el mundo mesopotámico está basado en la existencia de dos únicas clases sociales, los propietarios y los no propietarios, en el seno de las cuales se pueden dar diferentes situaciones jurídicas o económicas. Y es precisamente ese orden de cosas el que Hammurabi pretende consolidar con su Código, aunque para ello sea necesario mitigar ciertos privilegios corporativos o de clase que repercutían negativamente sobre los sectores sociales más débiles. Por ello, la defensa de la mujer, de los huérfanos, o de cualquier otro grupo social marginal, no puede ser interpretada como síntoma de la sensibilidad humanitaria del monarca, sino como instrumento legal necesario para reducir el conflicto social. Por debajo de los esclavos wardum, se encuentran los prisioneros de guerra, que eran considerados instrumentos de trabajo. A pesar del intento unificador, no tenemos certeza de que el Código de Hammurabi tuviera amplia difusión y aplicación. Su fama en la propia Mesopotamia se debió más bien al hecho de que su texto, de gran calidad literaria, fue vehículo de aprendizaje para los escribas. Al margen del código, la Babilonia de Hammurabi desarrolló una intensa actividad literaria, germen de la inagotable cultura que será referente para el resto de las comunidades mesopotámicas.
La personalidad política de Hammurabi ensombrece el resto de su dinastía que, sin embargo, aún habría de sobrevivir unos ciento cincuenta años, hasta 1595. Pero esa no es la causa de la decadencia real que conoce el imperio paleobabilónico tras Hammurabi. Sus sucesores se vieron envueltos en múltiples conflagraciones que lesionaron gravemente una economía en situación crítica. En primer lugar serán las ciudades del sur mesopotámico las que se levanten contra el poder imperial y a partir de 1720 aproximadamente se establece una dinastía, enfrentada a Babilonia, en el extremo sur de Mesopotamia, que se conoce como País del Mar y que tiene quizá como capital la ciudad de Ur. Por otra parte, Eshnunna también se independiza y, en el oeste, el antiguo territorio de Mari queda unificado bajo el nuevo reino de Khana, con capital en la importante ciudad de Terqa, que no logra alcanzar el esplendor de la época de Mari. La compartimentación del estado territorial no favorece la acción contra la presión de los nómadas que mencionan los textos. Ahora se producen cabalgadas de gentes denominadas casitas, cuya procedencia remota se desconoce, aunque descienden a Mesopotamia desde el Zagros. Los documentos del reino de Khana nos permiten asegurar que algunos de estos casitas habían logrado asentarse allí y pronto los encontraremos participando en el colapso de Babilonia. Éste se produce por el efecto militar de la campaña del rey hitita Mursil I; sin embargo, Mursil no es más que el último eslabón de una cadena rota por la profunda crisis agraria que azota al país y por las tensiones del comercio interestatal. En definitiva, es la desestructuración económica la que impide una defensa efectiva del estado. El interés económico de los hititas en la ruta que une la zona central de Mesopotamia con Siria y con la propia Anatolia -desestabilizada por la debilidad de Babilonia-, termina provocando la expedición de Mursil contra la ciudad, que es saqueada en 1595 y la estatua del dios supremo Marduk es conducida al exilio. De este modo concluye la dinastía amorrea que había gobernado durante el Imperio Paleobabilónico y sobre sus ruinas se lanzarán los casitas que, sin dificultad, se ensoñorean del territorio.